10 de abril de 2013

Brusco despertar (II)

Faltaban sólo unos minutos para abrazar a sus hermanas.

De repente, un nuevo escalofrío vino a enturbiar su felicidad. Si sus hermanas habían viajado de Barcelona a Sevilla en época de trabajo, tenía que existir un motivo muy importante. Tal vez su padre se estaba muriendo. ¿Por qué, si no, iban sus hermanas a realizar un viaje tan largo?.

Su corazón no quería creer aquellos razonamientos que su cerebro le dirigía. Los rechazaba con todas sus fuerzas. No podía ser cierto. Recordó de nuevo las palabras de su madre, su seguridad. Nadie le había hablado nunca de una posible gravedad y esta era la única realidad, regresaban sus padres, sus hermanas los acompañaban, su padre había superado la operación con éxito, y ya no tendría que aguantar a aquella familia tan cursi. Si sus hermanas habían hecho aquel viaje tan largo habría sido debido a la preocupación causada por la falta de noticias. Seguramente, habían pensado que su padre estaba muy enfermo y por eso se habían puesto en camino. La distancia suele desvirtuar los acontecimientos. Pero ella no tenía por qué preocuparse, la tarde anterior había hablado con su madre y le había dicho que no existía ningún peligro.

Desde el fondo de su pecho salió un suspiro que pretendía ser de júbilo, comenzó a cantar una canción alegre para darse ánimos. Se levantó y cogió el cepillo con agilidad para comenzar a barrer. Su estado de ánimo excitado y los gritos que salían de su garganta le impidieron percibir dos presencias extrañas en la estancia.

-¡Ana! ¡No cantes! ¡Tendrá valor esta muchacha! ¿Cómo puedes cantar sabiendo que tu padre está de camino en una ambulancia?.

La voz de su tía había sonado agria. El reproche le había helado la sangre. La vieja bruja no podía soportar la alegría a su alrededor, quería llevar las apariencias hasta el límite. Aquella casa estaba precintada y ya no conocería la risa hasta que la última sombra de temor la hubiese abandonado. Ella, su tía, se encargaría de que el temor se fuera lo más tarde posible.

“Yo soy joven y tengo deseos de vivir. ¿Qué es lo que pasa?. Que regresan mis padres y mis hermanas. Estoy contenta y tus groserías no me van a callar, vieja urraca.

-Déjala mujer –Fue la voz de la vecina la que se dirigió compasiva a la tía -¿no ves que ella no sabe nada?


Aquellas palabras la hirieron más que todas las impertinencias de su tía juntas. Sintió como un aire helado se le introducía por el pecho hasta los pulmones. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Querían volverla loca?. O acaso, quizás, la operación… ¿qué estaban ocultando con tanta crueldad?.


“¿Qué quieres que sepa?. Lo sé todo. Mi madre habló conmigo anoche y me dijo que no me preocupase. ¿Por qué todos se empeñan en preocuparme?. ¿Por qué no me dejan en paz?. Hacen montañas de un grano de arena. No, no me preocuparé, no haré caso a estas criticonas que creen que lo saben todo”.

No pudo aguantar la inquietud de su mente a pesar de las palabras de aliento que se dirigía a sí misma. Seguía contenta, haciendo las faenas de la casa, cantando a ratos muy despacio, para que nadie la oyera, esperando impaciente la ansiada llegada. De repente, una sirena vino de lejos a interrumpir sus pensamientos. Aquel sonido cada vez más cercano la llenó de angustia. ¡Allí estaban!. Ahora ya no pudo reír más, presentía la catástrofe que se avecinaba, y aquel sonido aterrador no se paraba. ¿Por qué no se paraba?. Le hacía daño en el cerebro. Silencio. Corrió hacia la calle, su hermana mayor bajaba de la ambulancia en aquel instante. Ana se acercó para abrazarla, pero ella ni siquiera la vio: tenía los ojos cegados por las lágrimas. Entonces comprendió toda la realidad con su cruel significado. Buitres de dolor volaron sobre su cabeza. La muerte acababa de llegar en una ambulancia procedente de Sevilla.

Corrió, sin saber por qué, como hacía siempre que algo la inquietaba. La velocidad de sus piernas, el cansancio, la calmaban. Atravesó la casa, el patio y el corral. Por fin, se paró bajo las ramas del viejo olivo, abrigada por su sombra. Se abrazó al tronco, se dejó caer en tierra y lloró a raudales. Ya nada tenía sentido: ni el olivo, ni las insignificancias que la había preocupado momentos antes, ni siquiera sus lágrimas. ¿Qué podían solucionar las lágrimas?. ¿Acaso le devolverían la vida a su padre?. La vida.. la muerte. ¿Y dónde estaría él ahora?. Tenía que estar en algún sitio, contemplándola, no podía haber desaparecido de repente sin dejar rastro, abandonándola a su suerte. Pero no, bien sabía ella que sus células inertes se secaban, y que su corazón había cesado de darle impulsos al cuerpo. Su padre era nada, un manojo de músculos y nervios sin vida, un recuerdo. Sí, un ente muerto que sólo viviría a través de ella y de las personas que lo amaron. Era inútil buscarlo más allá, ya no estaba en ningún sitio fuera de su cerebro, si acaso, podía encontrar su cuerpo tendido sobre su cama esperando un descanso eterno.

“Y ahora, ¿qué será de mi?”


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