A veces pienso que no fue un sueño, que fue una realidad tan cierta como esta música suave y lejana que escucho a través del transistor. Y sin embargo, toda aquella atmósfera sombría, todo aquel cúmulo de sentimientos, sólo pudieron ser fruto de una pesadilla surgida entre los restos del alcohol.
Londres, la niebla. Apenas recuerdo mis ojos ávidos, moviéndose agitados en el gris ambiente, intentando localizar entre la bruma unos dedos enguantados; apenas si recuerdo una sombra en movimiento, y mi mano alzándose para hacer una señal. Otra sombra de mayor tamaño se detuvo, chirriando los neumáticos en la fría calzada. Abrí la puerta y descubrí en el interior un hombre con chaqueta de cuero y gorro de lana. No cruzamos una sola palabra mientras me acomodaba en el mullido asiento trasero del taxi.
-Lléveme a Monk’s House, Rodmell.
El hombre no pareció mostrar ninguna extrañeza, como si viajar a Monk’s House fuese lo más normal en su trabajo. En silencio, cruzó las calles de Londres y se dirigió hacia las afueras. No sé cuánto tiempo permanecí con los ojos entornados, envuelta en la oscura telaraña de mis pensamientos. De repente, sin saber cuándo ni como, una mano extraña se posó en mi hombro y me zarandeó suavemente.
-Señorita, hemos llegado.
Aquella voz sin matices no me pareció muy singular. Ese personaje cabizbajo y silencioso no era más que un hombre vulgar, como él se podían encontrar cientos por las calles de Londres. Si abría bien los ojos y aguzaba mis sentidos, podría comprender fácilmente que aquel mundo de ensueño en el que estaba sumergida no era más que una fantasía creada por mi oscura mente. La realidad era mucho más sencilla: había estado en Londres, la tarde era fría y nubosa, había querido visitar la casa de una gran escritora a la que admiraba mucho. Y yo era una simple turista, una de tantas que pasaba sus vacaciones intentando llenar su tedioso tiempo libre con unas historias quiméricas que hacían zozobrar su alma sensible. Bastaba con abrir los ojos, coger el monedero, pagar al taxista y sonreír un poco mientras articulaba unas palabras de despedida. Era suficiente con abrir los ojos. Después podría marcharme a explorar los alrededores con la mirada curiosa y superficial de la turista que viene a comprar cultura de museo.
Pero no podía abrir los ojos. Me sentía clavada al asiento del coche como un árbol a la tierra.
-¿Es que piensa quedarse todo el día en el coche, señorita? –El hombre parecía cada vez más molesto.
Mi terror fue indescriptible. Su voz, ahora autoritaria, me había sobresaltado.
-No, no señor. Ahora mismo me voy. Perdóneme, me había dormido.
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