Volviendo al tema de los años anteriores a la muerte de Franco, confieso que yo también pertenezco a esa generación de estudiantes que pasó por el Instituto de Cornellá. No sé si estar orgullosa de ello, o avergonzarme, o sencillamente verlo como algo normal, lo cierto es que la mayor parte de los jóvenes de la época que residíamos en el cinturón rojo de Barcelona vivimos esa experiencia.
El instituto de Cornellá tiene un nombre ahora, Francesc Macià, pero por entonces era únicamente el Instituto de Cornellá, sólo había uno en la ciudad y en las ciudades del entorno. Por allá pasaron gentes que luego alcanzaron notoriedad, el más conocido nuestro Honorable President José Montilla, y la mayor parte de los alcaldes actuales de los pueblos de la comarca del Baix Llobregat.
Nadie imaginaba en aquellos años que iba a ser una cantera de triunfadores, precisamente tenía muy mala fama, se decía que era un instituto con muy bajo nivel académico y que las huelgas impedían acudir a clase la mayor parte de los días. Las dos cosas eran ciertas.
Sólo estuve un año. Aterricé allí recién llegada del pueblo, era una adolescente tímida y asustada que acababa de sufrir un trauma, la muerte inesperada de mi padre, pero tenía a la vez muchas ganas de vivir y de superar la dolorosa situación que soportaba. Supongo que debía parecer un bicho raro a mis nuevos compañeros, siempre vestía de negro, y es que llevaba luto, algo muy normal en el pueblo, aunque llamativo y extravagante en la ciudad.
Lo primero que llamó mi atención fue lo poco que sabían mis compañeros. Me refiero a los conocimientos científicos y culturales, porque de la vida sabían mucho más que yo. Me quedé impresionada cuando a principios de curso nos hicieron una prueba de 100 preguntas de cultura general para conocer el nivel de las diferentes clases, y de 160 personas sólo dos superaron los 50 aciertos. El resultado normal estuvo entre 15 y 20 respuestas positivas, lo que en cualquier examen te habría dado un suspenso bajo.
Tuve la suerte de ir a diurno, hasta el año siguiente no empecé a trabajar. Gracias a eso pude disfrutar de una media de asistencia a clase bastante alta. Los horarios nocturnos estaban llenos de estudiantes muy concienciados políticamente, y era habitual la llamada a la huelga, ya fuera para solidarizarse con los despidos de trabajadores, o con algún compañero detenido por la policía, o para protestar por el cierre de alguna fábrica cercana, siempre había alguna excusa, o alguna causa, como queramos llamarlo.
El instituto era muy nuevo, funcionaba desde 2 ó 3 años antes, y aquel curso habían llegado jóvenes procedentes de todas partes de la provincia. Se inscribían en él por la fama que tenía, que era un hervidero de ideas, un instituto de izquierdas, radical, y todas las fuerzas políticas querían tener su representación. Desde Bandera Roja a las Plataformas anticapitalistas, pasando por grupos anarquistas ligados a la CNT, maoistas y troskistas, marxistas leninistas, en fin, montones de siglas que se me han olvidado.
Yo era una joven inocente que se creía muy revolucionaria porque en el pueblo pertenecía a un grupo cristiano de ideas izquierdistas. En el pueblo no se podía organizar nada ajeno a la iglesia, los curas lo controlaban todo, pero a mi me parecía que era bastante rebelde por cantar en las misas canciones comprometidas acompañadas de guitarra en un coro de jóvenes cristianos, y por leer las cartas de San Pablo a los corintios. ¡San Pablo, el más misógino de los santos de la iglesia, y eso que la competencia es dura!.
Pronto llamé la atención de varias personas que querían proselitizarme, lo hacían con mucho arte, de manera que yo casi no me daba cuenta. En realidad era gente con la que me llevaba bien, tenían inquietudes y les gustaba filosofar sobre la vida. A mi también me gustaba filosofar, y en cuanto cogí confianza empecé a hablarles de Mounier y el personalismo, ideología que por entonces me tenía fascinada. Si les hubiera hablado de la vida del cangrejo de mar no me habrían mirado con tanta sorpresa, ellos conocían a Marx, Lenin, Stalin, Trotsky, Mao, Bakunin y el Che, pero ¿Emmanuel Mounier?. ¿Quién era ese personaje?. Celebridades francesas sólo conocían a Prudhome, y era un anarquista de viejas épocas.
Mi adoración por el personalismo fue una enfermedad que se me curó con el tiempo. Tuvo mucho que ver mi paso por el instituto de Cornellá y la influencia de mis nuevos amigos, pero también mi desengaño con la iglesia y la representación eclesiástica. Son experiencias que contaré en otro momento, vivencias que me llevaron a dejar de creer en lo divino y volverme agnóstica. Y a dejar de admirar a Emmanuel Mounier.
Lo que aprendí en el instituto de Cornellá, lo que aprendimos toda esa generación, nos ha marcado para toda la vida. Somos un tipo de gente preocupada por los problemas sociales y por mejorar el mundo, pero a nivel académico somos un desastre, ni el President Montilla, ni la mayoría de los alcaldes de la zona, ni yo, llegamos a acabar una carrera, no tenemos ningún título. O al menos ningún título de esos que regalan en las universidades.