Tenía empedrado el suelo. Los guijarros
eran chicos y fuertes. Presumían
de aquella nueva y clara limpieza mañanera
y el riego cada día en horas de la siesta.
Eran los muros anchos, sosteniendo
todo mi corazón en desbandada.
Las vigas, de madera. Los ladrillos
siempre en el beso de la tierra blanca.
Aún estaba abierta
aquella gran campana en la cocina
y la chapa negruzca recordaba
al abuelo sentado en el invierno
Habia unas camas altas con barandal de hierro
donde yo me asomaba, ingenuo, a la retórica
y lanzaba discursos a los mudos percheros
La salita de arriba con su cómoda alta
y aquellas figuritas de china sobre el mármol,
la salita bordada de retratos
hechos de historias viejas, amarillas.
Los bisabuelos quietos, los padrinos,
una olvidada prima que cantaba zarzuelas,
el abuelo ya viejo y la abuela muy joven
soñando sus lejanas primaveras...
Retratos detenidos que explicaban
una lección de sangre siempre alerta.
Y los sillones grandes y el velador tan débil
y aquellas dos hamacas con sus pañitos leves
para sentarse al aire de la noche en verano.
Aquella casa grande con cortinas de blonda,
sus estores morunos, sus vasares, sus orzas
y un manantial de curvas llamado cantareras,
y aquella alacenilla y el mágico doblado
con cuatro baúles mundos que imaginaba América
y que cada domingo amaba descubrirlos.
Aquellos ojos míos tan abiertos.
Los ojos de mi hermana.
Libros de religión
de un tío seminarista. Unas gafas de orillo.
Y aquél otro baúl con la muñeca
-tan grande- de mamá.
Y enormes tiras
de terciopelo y seda de vestidos antiguos.
Olor a naftalina y en el mismo
rincón,
siempre en el mismo,
un abanico blanco abandonado...
La vieja casa aquélla. Mi pecho amigo al aire,
de tanto juego al viento,
junto al olivo tierno,
el que plantó mi padre, lo mismo que la parra,
el año que nací, allá en los corralones.
Las malvas, los geranios, las piteras
y las amplias tinajas de agua clara
que llenaba la tita al sol de julio
apartando los cónclaves de avispas.
El agua soleada en las paneras,
el baño de los niños tan desnudos...
Y aquel gallo valiente que miraba
mientras yo le envidiaba el no ser gallo.
Las largas tardes con cestos de costura
y el parte por la radio y el gazpacho en la cena
y el alma entera a trozos viviendo intensamente.
Los ojos infantiles aprendiéndolo todo,
sabiendo de escaseces y de antiguas historias.
La casa aquélla nuestra partida por la guerra
brotaba en ilusiones recordando otros años
cuando el abuelo era...
Y aquel niño escuchaba
leyendas amorosas sobre personas muertas muertas
y escenas de la guerra que le asustaban siempre.
Y fue creciendo a ratos palpando las paredes
como si ya supiera la razón de esos muros.
Sus muros encantados que perdería más tarde.
Y hoy tiene entre los dedos sabor a tierra blanca
y el corazón le llora muy suave, muy quedo
porque se está quedando a solas con su vida
y la casa ha perdido el aroma de infancia.
La casa que tenía empedrado el suelo
de tantos años como fue hilvanando.
Santiago Castelo
Tierra en la carne
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