22 de diciembre de 2010

Candelas, jachones y jumeones en Nochebuena


Las navidades de mi infancia siempre fueron tristes. Lo fueron, al menos, en el ámbito familiar, y así es como permanecen en mi mente. Mi hermana mayor emigró a Barcelona siendo casi una niña para ganarse la vida, y ese vacío se notaba a todos los niveles. Seguramente, las navidades anteriores habían sido muy alegres, pero yo era muy pequeña y no las recuerdo.

Mi familia no era una excepción, en todas las casas de alrededor había ausencias dolorosas, padres, esposas o hermanos de personas que se habían marchado a trabajar a Madrid, Barcelona, Alemania, Suiza o Bélgica, y sus ánimos no estaban para celebraciones. Quizás fuera por eso que los niños, ajenos a esos temas dolorosos y con ganas de disfrutar, nos volcábamos en las calles para celebrar las fiestas.

El ambiente navideño empezaba un par de semanas antes del día de Navidad. Y comenzaba en la escuela, por supuesto, que era la que marcaba la línea de todo lo que debía celebrarse y cómo hacerlo. En mi escuela, la única del pueblo, que tenía el patriótico nombre de "José Antonio Primo de Rivera", se instalaba un gigantesco belén, que ocupaba la mitad de una clase. Sólo hablo de la parte que se refiere a las chicas, porque por entonces no existían las clases mixtas, en nuestro caso las niñas ocupábamos la planta baja, y los niños el primer piso.

El Belén lo montaban las alumnas mayores, aunque participábamos todas en mayor o menor medida, sobre todo aportando césped, porque era un Belén ecológico, con su césped natural y todo. Cada tarde iban las niñas de una o varias clases a cantar villancicos delante del Portal, era de las actividades que más me gustaban, se nos pasaba la tarde volando, ensayando canciones que ya sabíamos o aprendiendo nuevas.

Mis villancicos favoritos eran los alegres, con ritmo, los que te permitían tocar la pandereta con energía. Los lentos me aburrían.

Los dos o tres días antes de Navidad la pandilla de la calle cogíamos nuestras panderetas, zambombas y castañuelas y cuando llegaba el atardecer subíamos calle arriba hasta llegar al centro, allá donde vivían los ricos, deteniéndonos en las casas para cantar villancicos y pedir el aguinaldo.

Dame el aguinaldo carita de rosa
que no tienes cara de ser tan roñosa,
la campaña gorda de la Catedral
se te caiga encima si no me lo das.
Y si me lo das y si me lo das,
que pasen las Pascuas con Felicidad.


Sabíamos en que viviendas podíamos pararnos y en cuales no. Había una ley no escrita que decía que en las casas en las que se guardaba luto no se podía cantar, por respeto al dolor de las personas que vivían en ellas. Nuestros mejores villancicos estaban destinados a los donantes generosos, generalmente eran familiares de algunas de las componentes del grupo, las abuelas eran las favoritas, las más rumbosas. A veces, para fastidiar a la gente conocida por mal genio y por tratar mal a la chiquillería, nos deteníamos en sus puertas, e incluso entrábamos hasta el zaguán, y cantábamos lo más disonante y estridente posible. Después echábamos a correr entre risas, antes de que salieran a regañarnos.

Lo mejor de las fiestas llegaba el día de Nochebuena, al anochecer. Nada más oscurecer, los niños y niñas ocupábamos las calles con nuestros instrumentos musicales. Los más afortunados llevaban zambombas fabricadas con latas y las vejigas de los cerdos de la última matanza. Yo nunca pude tener una de esas, y de todos los instrumentos navideños, era el que más envidiaba, sonaba infinitamente mejor que todos los demás.

Hacíamos candelas con material que habíamos ido acumulando durante el día, y alrededor de ellas nos resguardábamos del frío, que era muy intenso. Y los niños llevaban jachones (hachones en habla no extremeña), una especie de antorchas hechas con haces de ramas de una planta que buscaban en la sierra y que años después he sabido que era gamonita. Corrían con ellos arriba y abajo, iluminando la fría noche, con una alegría inmensa. También llevaban jumeones (supongo que humeones), que nunca he sabido bien lo que es, creo que eran trapos grasientos, atados con alambres, a los que prendían fuego y volteaban haciendo circunferencias y dejando un rastro de chispas, humo, y ya consumidos, cenizas. Me daban mucho miedo.

Llegada la hora de la cena, la gente se recogía y se disponía a celebrar la Nochebuena con la familia. Yo de eso no sé mucho, pero me han contado que, aparte de la cena, lo mejor era lo que venía después, muchos dulces que se habían fabricado semanas antes, pestiños, flores, roscos... y las botellas de anís.

No sé si esas costumbres se mantienen todavía. Es posible que no, los niños ya no están en la calle como estaban antes. Aunque he visto fotos recientes de candelas, muy grandes, sí, pero sin gente alrededor. Un reflejo de las navidades actuales, mucho brillo y poca alma.

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