De vez en cuando suelo quedar con las amigas de mi antiguo trabajo para comer, o cenar, contarnos las últimas noticias sobre nuestras vidas y no perder el contacto. Es una cita obligada. Hoy hemos tenido uno de esos encuentros, que siempre me traen viejos recuerdos y me llenan de melancolía. Han sido muchos años compartiendo vivencias, desde que nos conocimos siendo casi unas niñas hasta que la vida, y el mercado laboral, nos fue separando.
Se echan de menos aquellos almuerzos diarios, a las 9 o 9,30 de la mañana, en los que hablábamos de todo, de nosotras, de nuestros jefes, de nuestros compañeros, de nuestros proyectos, de nuestras familias, cotilleábamos sin parar, nos reíamos, nos enfadábamos, discutíamos. Nos desahogábamos.
Al llegar a casa, he visto a la vecina hablando con dos chicas, y he recordado una anécdota de aquella época que nos hizo reír durante varios días. La voy a narrar como si me hubiera ocurrido a mi, aunque quizás le pasó a alguna otra de mis amigas. Nos lo confesábamos casi todo y disfrutábamos sobremanera contándonos esas meteduras de pata que todo el mundo tiene, pero no sé por qué, hay gente que parece que las atrae. Yo soy de esas.