28 de marzo de 2014

Meteduras de pata


De vez en cuando suelo quedar con las amigas de mi antiguo trabajo para comer, o cenar, contarnos las últimas noticias sobre nuestras vidas y  no perder el contacto. Es una cita obligada. Hoy hemos tenido uno de esos encuentros, que siempre me traen viejos recuerdos y me llenan de melancolía. Han sido muchos años compartiendo vivencias, desde que nos conocimos siendo casi unas niñas hasta que la vida, y el mercado laboral, nos fue separando.

Se echan de menos aquellos almuerzos diarios, a las 9 o 9,30 de la mañana, en los que hablábamos de todo, de nosotras, de nuestros jefes, de nuestros compañeros, de nuestros proyectos, de nuestras familias, cotilleábamos sin parar, nos reíamos, nos enfadábamos, discutíamos. Nos desahogábamos.

Al llegar a casa, he visto a la vecina hablando con dos chicas, y he recordado una anécdota de aquella época que nos hizo reír durante varios días. La voy a narrar como si me hubiera ocurrido a mi, aunque quizás le pasó a alguna otra de mis amigas. Nos lo confesábamos casi todo y disfrutábamos sobremanera contándonos esas meteduras de pata que todo el mundo tiene, pero no sé por qué, hay gente que parece que las atrae. Yo soy de esas.

Entre mis amigos soy famosa por meter la pata un montón de veces, aunque no me traumatizo por ello. Esto es lo que me pasó hace ya mucho tiempo. Me llamó una amiga y me dijo que me iba a visitar su hermana para intentar venderme una enciclopedia. Aunque hoy en día parezca increíble, por aquel entonces se vendían enciclopedias, ¡Y llamando de puerta en puerta| Mi amiga me pidió por favor que la tratara bien aunque no le comprara nada, porque la pobre estaba muy deprimida. Yo, por supuesto, no pensaba comprar nada, ya tenía bastantes trastos en casa, y una enciclopedia no entraba dentro de mis cálculos. Pero la amistad es la amistad y tiene sus esclavitudes, y estaba dispuesta a comportarme de forma simpática con la hermana de mi amiga. 

Llegaba a casa de la calle, justo igual que en el día de hoy, y me encuentro llamando al timbre a dos mujeres, una joven y otra mayor. En ese momento no pensé en nada, porque si llego a pensar, aunque sólo fuera un poquito, ¡estaba tan claro!. Las hice pasar a las dos, inicié una conversación atropellada y les ofrecí un café, porque era primera hora de la tarde. Ellas me lo agradecieron, y aceptaron muy efusivamente. Las invité a sentarse, abrí una caja de galletas que por casualidad había por casa, que nunca suele haber porque tengo una familia muy golosa y siempre hay alguien que las abre y se las come. 

Mis dos visitantes estaban eufóricas. Me senté con ellas y empezamos a hablar un poco de todo, de la vida y esas cosas. Conversaciones muy trascendentales que a mi siempre me han gustado, pero no eran las más habituales en una vendedora de enciclopedias. Comencé a pensar que eran un poco conservadoras porque sus ideas eran clarísimamente antediluvianas, rayando el racismo y la xenofobia. Empecé a encontrarme incómoda. ¿Cómo era que la hermana de mi amiga, siendo tan joven, tenía esas ideas tan atrasadas? Y tan intransigentes. !Que diferente era a mi amiga!. Estaba dándole vueltas a esos y otros razonamientos cuando me sacaron el libro. Y entonces se me cayó la venda de los ojos.

Me dijeron que si lo leía detenidamente y seguía sus normas salvaría mi alma. ¡Ostras, claro! Eran testigos de Jehová, no era la hermana de mi amiga ni ninguna conocida suya, había sido una casualidad funesta haberlas encontrado en mi puerta. Acostumbradas como están a que las echen a patadas de las casas, estaban alucinadas con mi recibimiento, y se habían hecho ilusiones. Pero no... tampoco me convertí ese día. En cuanto me di cuenta de mi error las eché de casa diplomáticamente. ¡Y nunca más les he abierto la puerta! 

Pero vaya metedura de pata!

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