En muchos lugares, tanto en Europa como en otros continentes, existe la costumbre de plantar un árbol cuando nace un hijo. El tipo de árbol cambia, según la zona. En los pueblos de ascendencia celta, el manzano y el avellano, preferentemente. Los celtas tenían un gran amor por los árboles, a los que consideraban sagrados, y era tradición plantar uno en el nacimiento de cada criatura, que se convertía en su compañero y consejero durante toda la vida.
En los pueblos mediterráneos el árbol preferido es el olivo, que desde la antigüedad tiene una gran simbología. En la antigua Grecia el olivo simbolizaba la paz y la prosperidad, la fuerza, la victoria, la fertilidad, y era un elemento sagrado que se ofrecía a los dioses.
No sé si mi padre conocía estas tradiciones o fue una iniciativa propia. En cualquier caso, decidió plantar un olivo en el patio de la casa familiar (nosotras lo llamábamos corral) al nacer cada una de sus tres hijas. Estos olivos nos han visto crecer, igual que nosotras los hemos visto crecer a ellos, y formaban parte de nuestras vidas.
Tras la muerte de mi padre, y el traslado de la familia a Barcelona, los olivos quedaron en un estado de semi-abandono, pese a lo cual continuaron produciendo aceitunas año tras año, un producto que nadie recogía. Con las reformas de la casa, su ampliación y adaptación a las comodidades de la vida moderna, el tamaño del corral se fue reduciendo y los árboles fueron desapareciendo. Sólo quedó uno en pie, presidiendo el centro del patio. Un olivo muy valioso y apreciado por la sombra que nos proporcionaba en los calurosos días estivales de nuestras vacaciones.
Desde hacía unos años el olivo superviviente había desarrollado una enfermedad. La falta de poda y de cuidados provocó que le salieran unas protuberancias en el tronco y que dejara de producir aceitunas. Hace dos años decidimos hacerle frente a la enfermedad y dejamos el encargo a una persona experta para que aplicase sus conocimientos y lo saneara. Este fue el resultado.