Este mes de junio he tenido la oportunidad de hacer un viaje a Nueva York. Muy corto, de sólo cinco días, pero muy interesante y especial. Recién acabada una etapa de mi vida muy estresante, necesitaba desconectar con urgencia. Así lo iba aireando a los cuatro vientos entre mis amistades, hasta que una amiga se acordó de mi y me ofreció esta maravillosa posibilidad. Sin pensármelo dos veces, me trasladé a Madrid, porque tanto ella como el grupo organizador viven en esa ciudad, y con mucha ilusión y alegría pusimos rumbo a la ciudad de los rascacielos.
Llegamos al aeropuerto John F. Kennedy sobre las 7 de la tarde, más de hora y media de retraso sobre el horario previsto. Pasamos el control de seguridad con rapidez y sin ningún problema. Cogimos un taxi y nos dirigimos al Hotel Pennsylvania, que era nuestro lugar de hospedaje. Por el camino, todo eran risas y reconocimiento del paisaje. Comentarios como "esto sale en tal serie", "anda, si la película que justo vi ayer tiene una escena en la que hay una persecución en este lugar", "este es el famoso metro elevado de Nueva York, con los raíles que están casi tocando las casas". Como niñas pequeñas llenas de ilusión comenzábamos con entusiasmo una aventura. En Nueva York llovía, y las previsiones decían que el tiempo estaría inestable unos días más.
El mítico Hotel Pennsylvania, en pleno centro de la ciudad, nos acogió con indiferencia, acostumbrado como está a recibir cientos de visitantes diarios. Y sí, como nos habían advertido tuvimos que guardar cola durante un buen rato para hacer el checking. Mi amiga tomó la iniciativa, porque domina el idioma inglés mucho mejor que yo, y por mucho que digan que en Nueva York no hace falta saber inglés porque todo el mundo habla español, no es del todo cierto. El hotel es muy antiguo, pero la habitación no estaba tan mal. Nos llamó la atención que el único cuadro que adornaba las paredes estaba colgado al revés, pero no quisimos tocarlo mucho porque se veía que estaba en situación muy precaria.
Una vez que nos aposentamos, nos propusimos pasarnos un rato por el bar donde estaban el resto de mujeres del grupo, que habían ido llegando el día anterior y ese mismo día en diferentes vuelos. Yo estaba muerta de cansancio, pero a mi amiga le apetecía estar un rato con sus compañeras, y no quería ser aguafiestas. El metro de Nueva York es un galimatías, ya nos costó un poco aclararnos en la compra de la tarjeta Metrocard, la máquina te ofrecía varios tipos, y a la hora de pagar no nos aceptaba la tarjeta bancaria, por lo que tuvimos que pagar en efectivo. Afortunadamente, mi amiga tiene muy buen sentido de la orientación y enseguida le cogió el truco al funcionamiento del metro, no nos perdimos en ninguna ocasión en los días que estuvimos, eso si, con la ayuda inestimable de Google Maps. Gracias a ella, porque si hubiéramos dependido de mi, seguramente nos habríamos perdido varias veces cada día, soy muy despistada y tengo un sentido de la orientación nefasto.
Nada más llegar al bar, nuestras compañeras de viaje nos pusieron al día de lo que allí había. La bebida más barata, una mala cerveza de barril costaba 8 dólares. Pero justo al lado había un colmado que te vendían la lata de cerveza de 50 cl a 2 dólares, y podías comprar también algo de comida para cenar. La tenías que beber en la calle, y como está prohibido tomar bebidas alcohólicas en la vía pública, te proporcionaban una bolsa de papel para taparla. La bendita hipocresía de la sociedad estadounidense. Las chicas bailaban, muy animadas con la música latina que ponía la DJ mientras yo, aposentada en la barra, agotada, las observaba con la intención de irlas conociendo y memorizar sus caras y sus nombres, me las acababan de presentar y tenía un lío enorme en mi cabeza. Aguantamos la fiesta poco rato, el cuerpo dijo basta, y nos fuimos a dormir.
El segundo día, como era de esperar, nos amaneció nublado. Salimos muy temprano y seguimos la ruta que habíamos planeado durante el desayuno, empezando por el Empire State Building, que está muy cerca del hotel. No nos molestamos en subir a los miradores porque toda la parte superior del edificio estaba cubierta de una niebla que con toda seguridad impedía disfrutar de las vistas de la ciudad. Decidimos callejear y palpar el ambiente a pie de calle.
El Flatiron, Broadway y Time Square. Nos impresionó el Flatiron, por su famosa peculiaridad triangular, por su leyenda, y por ese clima romántico que emana de sus piedras, transmitido por la multitud de películas que lo han tenido como protagonista. Mi amiga, más práctica y menos sensiblera que yo, me contó curiosidades sobre este edificio, como que, aunque ahora se viera casi insignificante rodeado de tanta altura, en 1902, cuando se terminó de construir, era de los más altos de la ciudad, siendo considerado el primer rascacielos de Nueva York. Y que tiene un esqueleto de acero, material que hasta entonces no se solía usar pero que a partir de entonces se utilizó de forma habitual. Es decir, que el Flatiron abrió el camino en el uso del acero y dio vía libre para la altura de otros muchos edificios en Nueva York. Nos sentamos para descansar mientras lo mirábamos, ambas con un sentimiento de emoción que no podíamos disimular.
Desde allí, y caminando por Broadway nos dirigimos hacia Time Square.
Impresionante. A pesar de que era de día (nos habían dicho que por la noche el paisaje era mucho más impactante) y que ya nos habían advertido sobre su dinamismo y su vitalidad, Time Square nos impresionó. Luces, gigantescos carteles publicitarios, multitud de gente en la plaza, todo un derroche de energía. No siempre fue así, en los años 60 y 70 toda esta zona estaba marcada por los cabarets y sex shops, y la prostitución, la droga y la delincuencia ocupaba las calles. No fue hasta la década de los 90 que se le comenzó a hacer un lavado de cara, se eliminaron los cines pornográficos y los traficantes, y se llevaron a cabo acciones dirigidas a convertir la plaza en lo que es hoy, el símbolo de la sociedad norteamericana rica, consumista y superficial. La pobre, se concentra en otros barrios.
Nada más llegar al bar, nuestras compañeras de viaje nos pusieron al día de lo que allí había. La bebida más barata, una mala cerveza de barril costaba 8 dólares. Pero justo al lado había un colmado que te vendían la lata de cerveza de 50 cl a 2 dólares, y podías comprar también algo de comida para cenar. La tenías que beber en la calle, y como está prohibido tomar bebidas alcohólicas en la vía pública, te proporcionaban una bolsa de papel para taparla. La bendita hipocresía de la sociedad estadounidense. Las chicas bailaban, muy animadas con la música latina que ponía la DJ mientras yo, aposentada en la barra, agotada, las observaba con la intención de irlas conociendo y memorizar sus caras y sus nombres, me las acababan de presentar y tenía un lío enorme en mi cabeza. Aguantamos la fiesta poco rato, el cuerpo dijo basta, y nos fuimos a dormir.
El segundo día, como era de esperar, nos amaneció nublado. Salimos muy temprano y seguimos la ruta que habíamos planeado durante el desayuno, empezando por el Empire State Building, que está muy cerca del hotel. No nos molestamos en subir a los miradores porque toda la parte superior del edificio estaba cubierta de una niebla que con toda seguridad impedía disfrutar de las vistas de la ciudad. Decidimos callejear y palpar el ambiente a pie de calle.
El Flatiron, Broadway y Time Square. Nos impresionó el Flatiron, por su famosa peculiaridad triangular, por su leyenda, y por ese clima romántico que emana de sus piedras, transmitido por la multitud de películas que lo han tenido como protagonista. Mi amiga, más práctica y menos sensiblera que yo, me contó curiosidades sobre este edificio, como que, aunque ahora se viera casi insignificante rodeado de tanta altura, en 1902, cuando se terminó de construir, era de los más altos de la ciudad, siendo considerado el primer rascacielos de Nueva York. Y que tiene un esqueleto de acero, material que hasta entonces no se solía usar pero que a partir de entonces se utilizó de forma habitual. Es decir, que el Flatiron abrió el camino en el uso del acero y dio vía libre para la altura de otros muchos edificios en Nueva York. Nos sentamos para descansar mientras lo mirábamos, ambas con un sentimiento de emoción que no podíamos disimular.
Impresionante. A pesar de que era de día (nos habían dicho que por la noche el paisaje era mucho más impactante) y que ya nos habían advertido sobre su dinamismo y su vitalidad, Time Square nos impresionó. Luces, gigantescos carteles publicitarios, multitud de gente en la plaza, todo un derroche de energía. No siempre fue así, en los años 60 y 70 toda esta zona estaba marcada por los cabarets y sex shops, y la prostitución, la droga y la delincuencia ocupaba las calles. No fue hasta la década de los 90 que se le comenzó a hacer un lavado de cara, se eliminaron los cines pornográficos y los traficantes, y se llevaron a cabo acciones dirigidas a convertir la plaza en lo que es hoy, el símbolo de la sociedad norteamericana rica, consumista y superficial. La pobre, se concentra en otros barrios.
Después de un merecido descanso sentadas en las famosas escaleras rojas de Time Square, nos dirigimos, metro mediante, a Chinatown y Litle Italy, barrios chino e italiano de Nueva York. Ni uno ni otro nos pareció nada del otro mundo. Muchos restaurantes, tiendas y colmados chinos, todo muy turístico, nada que ver con los barrios chinos de otras ciudades que he tenido la ocasión de conocer, sobre todo en el este asiático. Particularmente decepcionante Litle Italy, que es como un apéndice de Chinatown, y de cultura italiana sólo tiene un montón de restaurantes enfocados al turista, todos ellos bastante caros.
Así que decidimos acortar la visita y dirigirnos directamente a Stonewall, que era nuestra siguiente visita. Por el camino, una parada culinaria para reponer fuerzas, la típica pizza y cerveza envuelta en una bolsa de papel, al aire libre, mientras contemplábamos con sorpresa como una pareja de palomas hacían el amor.
Y por fin, llegamos a nuestro destino. Este año 2019 se conmemoran 50 años de los sucesos de Stonewall. Se suele citar estos disturbios como la primera ocasión, en la historia de Estados Unidos, en que la comunidad LGBT se reveló para reivindicar sus derechos. La noche del 28 de junio de 1869 la policía intentó apresar, como hacía habitualmente, a varios clientes del bar Stonewall Inn. Esa noche ellos y ellas, travestis, trans, lesbianas, gays, decidieron que no permitirían más abusos y les hicieron frente. En homenaje a todas esas personas se celebra en estas fechas en todo el mundo el día del Orgullo.
Ni que decir tiene que en Nueva York, este año durante el mes de junio todo está impregnado por la celebración de este aniversario y toda la ciudad está llena de banderas arcoiris. Una semana antes de la celebración oficial, era muy evidente esta implicación de toda la sociedad neoyorkina, y ya en las calles se notaba una presencia multitudinaria de turismo que quería vivir en primera línea esta celebración. No quiero ni pensar como sería la semana siguiente, seguramente una locura.
En el momento de nuestra visita, el Stonewall Inn estaba cerrado porque se iba a celebrar un evento privado, así que nos tuvimos que conformar con verlo desde fuera. Aunque volvimos unos días después por la noche, y ya sí que pudimos entrar.
Frente al bar, en un pequeño parque, se ha instalado un Monumento que rinde tributo a la lucha LGBT. Rodeado de banderas arcoiris, es un rincón muy agradable en el que destacan las estatuas de dos parejas, dos chicos y dos chicas, y se respira libertad y muy buen rollo. Gay Liberation es el nombre de este grupo escultórico, que fue creado por el artista neoyorquino George Segal. Mientras estuvimos allí, antes de que empezara a llover, chicos y chicas de un colegio se sentaron entre las estatuas, compartiendo con sus profesores una clase práctica de respeto y tolerancia.
La lluvia, cada vez más torrencial, nos hizo abandonar el lugar antes de lo previsto y refugiarnos en el hotel para descansar. Aún nos quedaba una cita importante aquella tarde, esta vez con todo el grupo. Aún no lo he explicado, pero el viaje estaba organizado por la Batucada que Entiende. La batucada estaba invitada por una batucada neoyorquina, la Fogo Azul, y tenían previsto hacer un par de bolos conjuntamente durante esos días. Para ello necesitaban ensayar, y el día elegido era ese jueves por la tarde, en su local.
Para mi, conocer a las mujeres de la Bqe ha sido una experiencia muy enriquecedora que valoro mucho, y conocer a las mujeres de Fogo Azul ha sido lo máximo. Mujeres de todas las comunidades, muchas latinas, nos han acogido tan bien, que no puedo dejar de estar agradecida. Bueno, yo personalmente tanto a unas como a otras. Este viaje ha sido interesante no sólo por los monumentos que he visitado, sino sobre todo por las personas maravillosas que he conocido.
En su local, un local que les prestan para los ensayos, las Fogo Azul nos hicieron sentir como en casa. Nos ofrecieron pizza, cerveza, conversación, y mucho cariño. Ellas, unas y otras, estuvieron ensayando. Yo las acompañé como pude, y a ratos, se me iban los pies al ritmo de los tambores y hasta me animé a bailar.
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