La segunda república, y especialmente la guerra civil española, empujaron a miles de mujeres a una militancia activa insospechada hasta entonces. El golpe de estado militar, siguiendo sus ideales fascistas, pretendía hacer regresar a las mujeres a la función de amas de casa, por lo que muchas se sintieron llamadas a reaccionar activamente. Durante los primeros meses de la guerra no era extraño ver milicianas que, vestidas con su mono azul y el fusil al hombro, marchaban al frente junto con otros compañeros milicianos para defender la República. Eran mujeres que formaban parte de las milicias antifascistas y pertenecían a algún partido político o sindicato, normalmente de carácter anarquista y comunista. Tenían confianza en sí mismas, y estaban motivadas para defender los derechos políticos y sociales que habían adquirido durante la II República, y demostrar su rechazo al fascismo.
Sin embargo, la presencia de mujeres en el frente duró poco tiempo. La actitud inicial de elogio hacia las milicianas por su generosidad y valentía, pasó enseguida a ser crítica y burlona, se las empezó a ridiculizar y desacreditar. Finalmente, el decreto del 24 de octubre de 1936 las excluyó de la primera línea y las envió a la retaguardia. Por tanto, su situación cambió radicalmente. Desde el gobierno se justificaron estos cambios argumentando que serían más efectivas si se dedicaban a tareas asistenciales como enfermeras o voluntarias que fomentaran programas educativos para resolver el problema del analfabetismo.
A medida que avanzaba la guerra fueron muchas las mujeres que tuvieron que hacerse cargo económicamente de sus familia, ya que los hombres estaban combatiendo en el frente. Tuvieron que trabajar en un momento en que la escasez de dinero y de comida era lo que predominaba, trabajos muy duros y en condiciones precarias. En las fábricas de municiones y de armamento fueron muchas las mujeres que se emplearon sustituyendo la mano de obra masculina, y gracias a ellas, estas industrias tiraron adelante. En aquellos momentos se pudieron ver mujeres conduciendo autobuses, en las fábricas y, en definitiva, ejerciendo tareas que tradicionalmente se habían considerado masculinas.
Parecía una auténtica revolución de las mujeres, pero en realidad no lo era tanto, era más bien un espejismo. El salario que cobraban era, normalmente, la mitad del de los hombres, y a pesar de las continuas denuncias de las organizaciones femeninas, no se llegaron a producir prácticamente cambios. La mayor parte de los hombres de los diferentes partidos y sindicatos tenían muy claro que esta era una situación temporal por la falta de mano de obra masculina a causa de la guerra, y que una vez regresaran del frente, todo continuaría igual y ellas volverían otra vez a su tradicional espacio doméstico.
A medida que avanzaba la guerra, la falta de alimentos era cada vez más generalizada, y eso provocó que el hambre empujara a muchas mujeres a desplazarse a zonas rurales para intentar llevar a término intercambios con los payeses de la zona.
Mujer vendimiando. Foto de Margaret Michaelis
La ola de refugiados que llegaban procedentes de las zonas que habían sido ocupadas por las tropas franquistas comportó problemas de abastecimiento que se pudieron solucionar gracias al trabajo voluntario de muchas mujeres, que llevaban a término tareas como la apertura de comedores populares, ayuda a la infancia, enfermería, etc
En otro nivel, las mujeres también fueron las responsables como dirigentes de las organizaciones voluntarias de instituciones internacionales como la Cruz Roja, o como la Sección de Higiene Infantil del Ministerio de Sanidad, que en aquellos momentos contaba con 8 dispensarios que atendía a más de 40.000 niños.
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