Llegué a Sant Joan Despí, junto con mi madre, el 23 de setiembre de 1971. En mi memoria permanece la tristeza que me acompañó en aquel viaje, mi madre y yo ensimismadas cada una en su propio mundo. Dos meses antes había muerto mi padre, un cáncer de pulmón se lo había llevado prematuramente, con tan sólo 56 años. Mis hermanas habían emigrado a Barcelona unos años antes, así que la familia decidió trasladarse y comenzar una nueva vida en un lugar diferente. Todas nuestras amistades, nuestra casa, nuestros enseres, nuestras vivencias quedaban en el pueblo. Había sido todo tan repentino que nos costaba digerir lo que nos estaba pasando.
Pocos recuerdos tengo del largo trayecto en autocar, con los años se me han olvidado muchos detalles. Aunque sí recuerdo con bastante nitidez la extrañeza que me causó, ya en Cornellá, muy cerca de la parada final, ver caminando por la calle a varias personas calzando botas de agua llenas de barro, y con los pantalones dentro de ellas. Después nos enteramos que dos noches antes el río Llobregat se había desbordado inundando los barrios bajos de los pueblos de la comarca, y causando muchos destrozos. Fue la famosa riada de 1971.
Mis hermanas vivían por entonces en el barrio de San Idelfonso de Cornellá, en la casa de mi tía, en un piso muy pequeño de tres habitaciones en el que se apiñaban diez personas, seis en la habitación de las chicas. Durante las semanas anteriores a nuestra llegada, se habían encargado de buscar una vivienda para la familia, y la habían encontrado en el barrio de Las Planas de Sant Joan Despí. Poca información tenía de este pueblo, y cuando alguien me preguntaba, sólo podía contestar que la fábrica de la Gallina Blanca estaba allí. No tenía más referencias.
Nos instalamos en nuestra nueva vivienda con mucha ilusión, tenía unas comodidades que la casa del pueblo no nos proporcionaba, como el cuarto de baño y una cocina decente. No había ascensor, pero estaba situada en el primer piso de un bloque de reciente construcción, justo en la frontera con Cornellá. El bloque de al lado, y los de enfrente, pertenecían a Cornellá, el nuestro a Sant Joan Despí, lo que nos causó muchos problemas durante los años siguientes, porque ninguno de los dos ayuntamientos quería hacerse cargo de arreglar la calzada. Los días de lluvia se formaba un enorme charco justo delante de la puerta de entrada del edificio, más de una vez tuve que volver a casa para cambiarme de ropa, porque pasaba algún coche a más velocidad de lo aconsejable y nos salpicaba y nos llenaba de agua y barro.
Muy pronto descubrimos que el barrio de Las Planas era un hervidero en aquel momento: muchos bloques de vivienda en construcción, sin planificación, sin orden ni concierto, obras por doquier, las calles sin asfaltar, un panorama caótico donde la especulación reinaba a sus anchas. Demasiada gente haciendo negocio a costa de la inmigración que no dejaba de afluir masivamente. Afortunadamente, el edificio en el que yo vivía lo había construido un sastre que no formaba parte del grupo de constructores depredadores que empleaban en sus construcciones materiales de poca calidad y dejaban los pisos mal acabados, lo que ocasionaba problemas que se arrastraron durante años.
Aunque el barrio de Las Planas formaba parte de Sant Joan Despí, su población hacíamos vida en la vecina Cornellá. La zona antigua, a la que llamábamos el pueblo, estaba y está en la parte baja del territorio municipal. En medio, la zona industrial, con numerosas fábricas, que separaba la ciudad, y aún hoy la separa, en dos partes mal comunicadas. Por entonces había entre ellas, además, un barranco con un arroyo putrefacto que, estos sí, han desaparecido con los años. Pocas veces nos desplazábamos al barrio centro, a no ser que hubiera que hacer gestiones en el Ayuntamiento.
Unos días después de mi llegada, empezaron las clases en el instituto de Cornellá, en el que me habían matriculado. Mi familia había decidido que tenía que dedicarme a estudiar a tiempo completo, al menos durante el año que me quedaba para acabar bachillerato, después, si quería continuar, tendría que combinar los estudios con el trabajo, porque había que comer y pagar la hipoteca, y el dinero era muy necesario en nuestra casa. Me concedieron una beca del Ayuntamiento, que me correspondía por ser huérfana de un funcionario municipal y mi familia tener pocos recursos, unos ingresos humildes que servían para aligerar las cargas económicas familiares.
De mi paso por el instituto de Cornellá ya escribí hace años en varias entradas. Por ejemplo, en ésta hablo del ambiente tan politizado que se respiraba, y en esta otra, de mi coincidencia con la mamá de los Gasol, que era compañera de clase. Allí hice mis primeras amistades. El primer día de clase conocí a quien iba a ser mi mejor amiga durante el curso y a mi enemigo número uno. El profesor de física, el infausto y misógino Vicente Torra, odiado en todo el instituto, en su primera clase hizo que los nuevos alumnos nos presentáramos, tres chicas y dos chicos. Yo, que siempre he sido extremadamente tímida, cuando me tocó el turno de hablar, roja como la grana, casi no alzaba la voz. Me llamó la atención ya en esa primera clase: "No se la oye, damisela". Porque tenía la fea costumbre de llamarnos así a las chicas, le parecía muy gracioso, a nosotras no. A los chicos les llamaba "señor".
Mi amiga Luisi, extremeña como yo, tuvo peor suerte. "La damisela es de Almoharín jajaja. Curioso nombre". "¿No lo conoce?", cuantas veces se arrepintió de esa contestación, por la manía que le cogió. "Nunca he oído hablar de ese pueblo". "Pues es muy famoso por sus higos". "Será por eso. A mi no me gustan los higos jajaja". Lo detestábamos, y no sólo por la forma en que nos trataba a las mujeres, es que era muy mal profesor, nos suspendía a la mayor parte de la clase, su media de aprobados eran 3 en una clase de más de treinta personas, y ninguna de ellas era chica. Se rumoreaba por el instituto que este profesor odiaba a las mujeres porque su esposa lo había abandonado y porque su mayor deseo era ser catedrático en la universidad y una mujer le había ganado en las oposiciones. Seguramente eran leyendas urbanas, pero lo cierto es que consiguió que mucha gente abandonara los estudios por la imposibilidad de aprobar la asignatura con él. Yo lo conseguí al tercer intento, es algo de lo que siempre me he sentido orgullosa, me reafirmó en una de mis creencia, que constancia y trabajo se pueden superar muchas adversidades. Hace unos años, investigando por Internet descubrí que este profesor consiguió finalmente su puesto de catedrático en la Universidad Politécnica, y está considerado una eminencia de la física, con varios libros publicados y algún premio de su gremio. Cosas veredes.
Durante mi primer año en Sant Joan Despí hice muy poca vida en el barrio de Las Planas, enfocada como estaba en mis estudios y en mis amistades del instituto. No fue hasta que empecé a trabajar en Barcelona, donde también continué mi vida académica, que volví la vista a mi barrio, me hice un hueco en él, y me integré en los movimientos que estaban emergiendo. Pero eso ya es otra historia, y la contaré más adelante.
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